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miércoles, 21 de octubre de 2020

22 DE OCTUBRE DE 1858: EN SAN JUAN, ASESINATO DE NAZARIO BENAVÍDEZ, por Daniel Chiarenza


Nacido en San Juan en 1791, en su momento se incorporó a los federales de Facundo

Quiroga, bastión contra la política porteñista que relegaba al País Profundo. A la muerte

de este último, Benavídez comenzó a consolidar el apoyo que el pueblo sanjuanino le

brindó y fue elegido gobernador en 1836; Rosas le otorgó el grado de brigadier general.

Con intervalos fue el gobernador de San Juan entre 1836 y 1854. Benavídez era un

caudillo de indubitable convicción federal, que había mantenido relaciones cordiales con

Rosas, sin abandonar su autonomía.

Siendo leal a su independencia, se alineó con la política de soberanía nacional de Rosas,

aunque manifestó su desacuerdo con la detención del “Chacho” Peñaloza. En ese

momento, resistió la orden de Rosas para que le enviara el prisionero a Buenos Aires.

Mantuvo el apoyo masivo a través de una gestión popular. Impulsó la irrigación y el

desarrollo de la agricultura y la minería. Acrecentó a la educación pública, manteniéndose

prudente en sus decisiones. Increíblemente en más de una oportunidad sustentó una

posición contemporizadora respecto a Sarmiento.

Gestado y llevado a cabo el derrocamiento de Rosas, Benavídez asistió a la reunión de

San Nicolás de los Arroyos –convocada por Urquiza- y apoyó la política de la

Confederación, en la comprensión de que conducía a la organización nacional. Pero, los

integrantes del partido unitario –es decir, los liberales amigos de Sarmiento- lo hostigaron

con una intensa oposición. Luego de varios años de gobernar la provincia, Benavídez fue

obligado a dejar el cargo.

Divergencias, una de ellas la ley de derechos diferenciales, por la que abogaba Juan

Bautista Alberdi para quebrar el monopolio del puerto, amplían la tensión entre la

Confederación y Buenos Aires.

En aquel inusitado devenir, Nazario fue apresado por los liberales, siendo engrillado en su

celda –a pesar de su edad, (casi setenta años, que, para la época, era avanzada-, hasta

que en la noche del 23 de octubre fue víctima de una acción terrorista consumada por sus

enemigos, quienes lo asesinaron en la cárcel, argumentando un conato de fuga.

Dice una crónica: “Medio muerto, fue enseguida arrastrado con sus grillos y casi desnudo,

precipitado de los altos del Cabildo a la balaustrada de la plaza, donde algunos oficiales

se complacieron en teñir sus espadas con su sangre, atravesando repetidas veces el

cadáver y profanándolo hasta escupirlo y pisotearlo”.

Este asesinato fue una de las razones de peso que condujeron a la Confederación

“urquicista” por darle el nombre del entonces máximo referente federal- a dar batalla a la

oligarquía porteña en la batalla de Cepeda. Cárcano dice así del asesinato de Benavídez:

“El general Benavídez, gobernador vitalicio de San Juan durante la tiranía, con suficiente

talento y bondad para ejercitar el mando con cierta tolerancia y mansedumbre, fue el más

combatido por el gobierno de Buenos Aires y el más protegido por el gobierno de la

Confederación, porque, sin duda, era el hombre de mayor valor entre los caudillos

locales… Fue asesinado por sus propios guardianes y desde los balcones de su

calabozo, arrojado el cadáver sobre la vía pública. El hecho causó intensa impresión en

todo el país… Sarmiento en El Nacional, aplaudió francamente el crimen: Juan Carlos

Gómez, en La Tribuna, no fue menos expansivo… En Paraná, el cobarde asesinato causó

indignación y alarma… El episodio trágico estimuló el ardor guerrero. Los hombres de la

Confederación se sintieron amenazados por el crimen. El estado de combustión encontró

la chispa incendiaria”.

Según Coronado, Urquiza afirmó que “había que desentrañar el mal, acabar con los

agitadores sacándolos de su centro”. ¿Dónde estaban los agitadores? ¿Quiénes eran?

Estaban en Buenos Aires. Eran, para Urquiza, los asesinos de Dorrego, de Bustos, de

Latorre, de Heredia, de Costa, de Benítez, de Benavídez...


A pesar de la importancia de su figura política, su categoría de caudillo federal fue

suficiente para que sobre él cayera el olvido.

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