Nacido en San Juan en 1791, en su momento se incorporó a los federales de Facundo
Quiroga, bastión contra la política porteñista que relegaba al País Profundo. A la muerte
de este último, Benavídez comenzó a consolidar el apoyo que el pueblo sanjuanino le
brindó y fue elegido gobernador en 1836; Rosas le otorgó el grado de brigadier general.
Con intervalos fue el gobernador de San Juan entre 1836 y 1854. Benavídez era un
caudillo de indubitable convicción federal, que había mantenido relaciones cordiales con
Rosas, sin abandonar su autonomía.
Siendo leal a su independencia, se alineó con la política de soberanía nacional de Rosas,
aunque manifestó su desacuerdo con la detención del “Chacho” Peñaloza. En ese
momento, resistió la orden de Rosas para que le enviara el prisionero a Buenos Aires.
Mantuvo el apoyo masivo a través de una gestión popular. Impulsó la irrigación y el
desarrollo de la agricultura y la minería. Acrecentó a la educación pública, manteniéndose
prudente en sus decisiones. Increíblemente en más de una oportunidad sustentó una
posición contemporizadora respecto a Sarmiento.
Gestado y llevado a cabo el derrocamiento de Rosas, Benavídez asistió a la reunión de
San Nicolás de los Arroyos –convocada por Urquiza- y apoyó la política de la
Confederación, en la comprensión de que conducía a la organización nacional. Pero, los
integrantes del partido unitario –es decir, los liberales amigos de Sarmiento- lo hostigaron
con una intensa oposición. Luego de varios años de gobernar la provincia, Benavídez fue
obligado a dejar el cargo.
Divergencias, una de ellas la ley de derechos diferenciales, por la que abogaba Juan
Bautista Alberdi para quebrar el monopolio del puerto, amplían la tensión entre la
Confederación y Buenos Aires.
En aquel inusitado devenir, Nazario fue apresado por los liberales, siendo engrillado en su
celda –a pesar de su edad, (casi setenta años, que, para la época, era avanzada-, hasta
que en la noche del 23 de octubre fue víctima de una acción terrorista consumada por sus
enemigos, quienes lo asesinaron en la cárcel, argumentando un conato de fuga.
Dice una crónica: “Medio muerto, fue enseguida arrastrado con sus grillos y casi desnudo,
precipitado de los altos del Cabildo a la balaustrada de la plaza, donde algunos oficiales
se complacieron en teñir sus espadas con su sangre, atravesando repetidas veces el
cadáver y profanándolo hasta escupirlo y pisotearlo”.
Este asesinato fue una de las razones de peso que condujeron a la Confederación
“urquicista” por darle el nombre del entonces máximo referente federal- a dar batalla a la
oligarquía porteña en la batalla de Cepeda. Cárcano dice así del asesinato de Benavídez:
“El general Benavídez, gobernador vitalicio de San Juan durante la tiranía, con suficiente
talento y bondad para ejercitar el mando con cierta tolerancia y mansedumbre, fue el más
combatido por el gobierno de Buenos Aires y el más protegido por el gobierno de la
Confederación, porque, sin duda, era el hombre de mayor valor entre los caudillos
locales… Fue asesinado por sus propios guardianes y desde los balcones de su
calabozo, arrojado el cadáver sobre la vía pública. El hecho causó intensa impresión en
todo el país… Sarmiento en El Nacional, aplaudió francamente el crimen: Juan Carlos
Gómez, en La Tribuna, no fue menos expansivo… En Paraná, el cobarde asesinato causó
indignación y alarma… El episodio trágico estimuló el ardor guerrero. Los hombres de la
Confederación se sintieron amenazados por el crimen. El estado de combustión encontró
la chispa incendiaria”.
Según Coronado, Urquiza afirmó que “había que desentrañar el mal, acabar con los
agitadores sacándolos de su centro”. ¿Dónde estaban los agitadores? ¿Quiénes eran?
Estaban en Buenos Aires. Eran, para Urquiza, los asesinos de Dorrego, de Bustos, de
Latorre, de Heredia, de Costa, de Benítez, de Benavídez...
A pesar de la importancia de su figura política, su categoría de caudillo federal fue
suficiente para que sobre él cayera el olvido.
No hay comentarios:
Publicar un comentario